Muchas veces al referimos al vestido de María, viene a la memoria su traje de sol, pero también nos recuerda el libro del Génesis, en donde se relata que Yavhé viste a Adán y Eva con trajes de pieles y con ello inaugura la imagen del vestido como símbolo de la relacionalidad con Dios. En este sentido el traje en el ser humano representa, más que una prenda, la imagen que la persona tiene ante el Creador. Más adelante al continuar la historia de salvación, el Padre Misericordioso viste de príncipe al hijo menor quien fue un mendigo en un país lejano.
La Virgen María, a su vez, no es ajena a este simbolismo, ella durante su vida arropó el misterio del Verbo encarnado. Ella con sus ropas desgastadas al atravesar desiertos y pueblos llega a Belén y cubre al Verbo la noche de su nacimiento; bajo la protección de sus ropajes protege al redentor de la humanidad a quien Herodes pretendía asesinar. La madre de Dios ante la muerte de su esposo José abrigaba a su Hijo corporalmente y a su vez lo cubría con el vestido de su fe, su esperanza y de su amor, virtudes que el mismo Dios Padre había derramado sobre ella.
La Virgen es quien enseña a su pequeño a cubrir la desnudez del prójimo con sus propios vestidos, a lavar los pies de sus amigos y secarlos con su mismo sayal, a poner los mantos sobre el césped para escuchar las enseñanzas de Dios, a ceñirse la cintura para servir el nuevo vino en las nuevas bodas de Dios con la humanidad.
Pero quizás, el vestido más hermoso que lució la Virgen, es con el cual acompañó a Jesús al calvario, al trono de gloria de su Hijo amado, el vestido que luego sería la vestidura del sol. En la retina de su Hijo amado, antes de morir, quedó aquella imagen de su madre con su manto lleno de polvo y sucio porque con él atravesó el camino de la cruz, el vestido con el que vivió el dolor más grande de ver a su hijo morir en la cruz; pero también el sayal de la esperanza que llevó a Jesús a los brazos de su Padre del cielo. La ropa de la Virgen también quedó impregnada de la sangre del Mesías, pues ella misma manchó su ropa al bajar a su Hijo de la cruz, pero por está sangre también con esto quedó empapada de la vida eterna del cordero pascual: Cristo Jesús. Si vestida de cruz recibió a Juan en el monte calvario, por qué no se puede decir que con su manto también seco las lágrimas de aquel que tres veces negó a Jesús.
Llevar el ropaje de María es recorrer nuestra vida desde Belén hasta las bodas del Cordero y vestirnos del traje del Nuevo Adán, para que él convierta en vino el agua de aquellos que escuchan su palabra y la acogen en su corazón, para quienes permanecen de pie junto a la cruz.
Un hermano contemplativo del Carmelo...
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