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El ser humano, arte de Dios

Cuando observo algunas obras maestras de la pintura me surgen muchas preguntas religiosas y existenciales, por ejemplo: ¿cómo no descubrir en el arte rupestre de Altamira, o en los majestuosos frescos de la capilla Sixtina o en las pinturas de Chagall, rasgos del espíritu humano, rasgos de su belleza propia, y rasgos de la belleza de Dios? La presencia del espíritu humano también la percibimos en la música; solo habría que preguntar a quién escuchaba Händel cuando compuso El Mesías¸ ¿no es quizás en la interioridad del ser humano, el sitio oculto de Dios en donde se encuentran los pinceles, las pinturas, los cinceles y las notas musicales? Si, creo, realmente que en aquella profundidad, en las “profundas cavernas del sentido” se encuentran aún las más bellas pinturas, esculturas, sinfonías, poesías, templos que podamos imaginar.



Indudablemente creyentes y no creyentes somos capaces de percibir el espíritu que brilla en el arte, aquel que trasciende la estética y permea la vida. Los primeros nos referiremos al Espíritu de Dios que estaba presente desde la eternidad, los segundos se referirán al espíritu humano. Más allá de recorrer la historia del arte, quiero detenerme en el fresco de Miguel Ángel que representa la Creación de Adán, una mirada detallada nos cuenta que en realidad Dios hizo al hombre “un poco inferior a los ángeles, lo coronó de gloria y dignidad” como dice el salmo. El artista pudo plasmar magistralmente estas palabras. En la imagen se aprecia que Adán está un poco más bajo que Dios (un poco inferior a los ángeles). Dios y hombre cruzan sus miradas como iguales; con sus manos Dios y Adán se quieren tocar, se quieren pintar; es como si hubiese desde aquel momento un acuerdo de que Dios pintaría al hombre y el hombre pintaría a Dios.


Pero es en la obra “La creación del hombre” de Chagall en donde “el acuerdo” entre el artista Divino y su creatura llega a su culmen. El artista pinta a Dios en la figura del Padre y al Cristo reflejado en el más “bello de los hombres”, el Hijo, Jesús, crucificado por amor. En Jesucristo crucificado, se conjugan la belleza de Dios y el escándalo de Jesús crucificado por la maldad y el pecado; resalta, a la vez, la más bella expresión de amor, Dios mismo que se entrega por la humanidad y entrega su Espíritu, su ser mismo, su Misericordia representados en su sangre, en su cuerpo y en los ríos de agua que manaron de su costado; es decir, la vida misma del Dios hecho hombre. Si el cielo y la tierra exultaron de júbilo cuando Dios creo a la humanidad, ahora el júbilo es aún mayor pues la obra de arte que Dios pensó al crear al hombre llega ahora a su plenitud y máxima hermosura en su Hijo encarnado, crucificado y glorificado.


En Cristo llega al culmen el proyecto de Dios para la humanidad, la creación toma su máxima plenitud en el amor. Ahora queda como tarea al ser humano, permitir que esta obra acontezca en cada uno, en la Iglesia y en la humanidad. Cada uno somos ese lienzo en donde la Trinidad quiere formar su imagen y semejanza en la plenitud y para ello nos corresponde permitir que Cristo crucificado habite en nosotros, que la bondad y Misericordia del Padre brillen en nuestra cotidianidad y que la abundancia del agua del Espíritu corra por cada lugar de nuestro ser; de esta forma permitiremos a Dios que continúe hermoseando nuestro ser y a la creación: y pinte cómo inicialmente lo pensó nuestro ser.


Por un hermano contemplativo del Carmelo

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