La humildad es la virtud por excelencia, no una entre muchas. Adentrarse a vivirla, encarnarla y apreciarla como la joya entre las joyas es una acción tan heroica como valiosa. Ante el Rey de reyes jamás pasará desapercibida un alma que se reviste de humildad, ella, la humildad, será la Reina que hiera su Corazón.
Para comenzar a tratar del tema de la humildad en la vida de la pequeña santa árabe, parto de un principio Teresiano: la Humildad es andar en verdad. Precisamente el corazón humilde es el que se reconoce a sí mismo, el que es capaz de salir de sí y autoevaluarse; el humilde es capaz de ver sus virtudes y debilidades sin desanimarse.
Mariam de Jesús Crucificado, mujer de un autoconocimiento profundo. Es a partir de sus debilidades, de su pobreza y fragilidad humana como la pequeña hija de Palestina nos enseña a crecer en esta virtud indispensable para alcanzar el cielo, en sus propias palabras, queda definido y sentenciado: “en el infierno hay toda clase de virtudes, pero no hay humildad: y en el cielo, hay toda clase de defectos pero no hay orgullo”, es decir, Dios perdona todo a un alma humilde y no da importancia al alma que carece de humildad.
Mariam no se lamenta ante lo que no tiene o no es, no se queda aspirando a ser o tener lo del otro, al contrario, saca todo su temple como hija de santa Teresa, para poner sello a su caminito espiritual por donde Dios la quiere conducir, ella se autoproclama como la pequeña nada, reconociéndose creatura de Dios, ve su debilidad y aplica en su vida la frase de San Pablo: cuando soy débil, entonces soy fuerte. Al partir de esta fortaleza, la Arabita es conducida por la voluntad de Dios a romper esquemas, a vivir con determinada determinación por caminos insospechados.
Desde pequeña fue una mujer enamorada de Dios, se quebraba en éxtasis ante la presencia de Jesús Eucaristía y exclamaba: “El cordero desciende cada hora, a cada instante. Vayamos pequeños, vayamos a adorarlo: bebamos su sangre, es nuestra vida, la alegría de nuestros corazones. Tierra, estremécete, ¡es tu salvador!”. El fuego de su amor le hace comer el pan de la humildad, llevándola de un lado para otro, incluso conduciéndola hacia pruebas muy duras: antes de entrar en el Carmelo, trabajó como criada, desde Alejandría pasando por Jerusalén, Beirut y Marsella, donde finalmente entra en la vida religiosa.
De todo esto se sirve Dios para conducirla por el sendero de la perfección que le tiene preparado, Mariam desasida de todo lo criado, vive a plenitud el Evangelio desde la humildad que inunda su ser. Comienza a saciar el corazón de Dios, practicando el mandamiento que Jesús nos ha dejado: “Amar como Él nos ha amado”, sale de sí, se deja mover por el Espíritu Santo para potenciar sus virtudes al practicar una caridad perfecta, da todo lo que gana en sus trabajos a los más necesitados: “Dios pensará en ti. Si tú construyes un cielo para tu hermano... el cielo será para ti”.
Mariam es alegre y vivaracha su guía es la obediencia ciega a la Divina Voluntad, todo esto le ocasiona una profunda alegría y un celo ardiente por la iglesia: “Yo soy hija de la santa Iglesia: ella es mi madre”, y a exclamar cantos de alabanza al Dios creador: “¡Que feliz me siento de saber que Dios me ha creado para que pueda llamarlo mi Dios!”. Vive sus bienaventuranzas en lo cotidiano y nos invita a buscar el cielo en todo, a través de la humildad “Bienaventurado el hombre que busca la humildad: ¡ni el infierno entero podría hacerle temblar! y a no desistir “¡dichoso sea el hombre que persiste pese a todo!”.
Dispongámonos como Mariam a tener un corazón humilde y abierto a la gracia para que la obra de Dios sea grande en cada uno de nosotros y podamos sentirnos habitados por Él, “el corazón humilde es el vaso, el cáliz que contiene a Dios”.
Por un hermano contemplativo del Carmelo.
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